El pueblo tupe y la resistencia lingüística
Luis Zari / diagonalperiodico.net
El relato monocultural que promueve el Estado peruano choca con las 47 lenguas indígenas que se hablan en el país.
Aproximadamente 400 personas hablan la lengua jaqaru, una lengua en vías de extinción de la sierra de Lima (Perú). Las iniciativas para recuperar este lenguaje precolombino chocan con la hegemonía de un modelo cultural que margina a las lenguas precolombinas.
No es fácil atravesar la sierra limeña para llegar a un pueblo que se encuentra a 250 kilómetros de la capital y se eleva hasta casi 3.000 metros sobre el nivel del mar. Tanto la irregularidad de los transportes locales como la inestabilidad geográfica que aparece casi siempre en cuanto sales de cualquier ciudad peruana hace del trayecto una aventura donde se mezclan los caminos de tierra, las plantaciones de palta, el ganado, las montañas, la lengua y sus diferentes formas de usarla.
No hay carretera para llegar a Tupe. Hay que caminar aproximadamente una hora desde que el bus te deja en el último pueblo donde acaba el camino de tierra y empezar a subir la montaña entre ríos y acantilados con las mujeres tupinas que vuelven de vender sus productos y de abastecerse de arroz, azúcar o cerveza, productos que el pueblo no produce.
Tupe pertenece a la provincia de Yauyos, en la serranía de Lima y es el último reducto de una de las dos lenguas andinas en verdadero peligro de extinción (la otra es el Cauqui pero ésta cuenta ahora con tres o cuatro hablantes).
El Jaqaru, de la familia lingüística Aru a la que pertenece también el Aimara, cuenta en la actualidad con poco más de 400 hablantes y llegó a ser la lengua más hablada de toda la región, originaria del pueblo wari, a mediados del siglo VII. Conocer Tupe no es solamente conocer el Jaqaru, es detenerse en el tiempo y tocar un trocito de historia precolombina: trajes rojos, bailes en favor del ganado o ceremonias de agradecimiento a la tierra son algunos elementos de la cosmovisión tupina.
Paseando un rato por sus calles empedradas o caminando por sus terrazas de cultivo, uno se da cuenta de la presencia del universo femenino en casi todas las áreas de actividad del pueblo.
“Acá las mujeres somos bien chamberas (trabajadoras) pero también tenemos que cuidar a los hijos y hacer las cosas de la casa”, “yo les hablo a mis hijos en jaqaru pero después ellos prefieren hablar español en la calle”, me dice una vecina mientras se ajusta el cinturón de lana de su vestido rojo que sujeta a su vez un tirachinas o huaraca con el que, según cuentan, intimida a los hombres que no se comportan como es debido.
“Los jóvenes ya no quieren ser serranos, ahora quieren ser costeños”, me dice Tiodolinda Sanabria
Cuando entramos en este universo lingüístico y cultural, la vida familiar forma un eje central en la creación de identidad que después se reproduce al salir de la comunidad hablante de una lengua originaria. Como me dice Agustín Panizo, director del departamento de lenguas indígenas del Ministerio de Cultura de Perú, “el vínculo que una persona tiene o debe tener con su lengua para usarla, es un vínculo que pasa por el afecto, la identidad y la necesidad”.
Una necesidad que muchas veces desaparece, lo que Agustín llama “agencia arrinconada” porque “se trata de una agencia obligada por la presión discriminatoria de una sociedad que tiene el castellano como lengua dominante y única lengua promovida por todo el aparato del Estado”. Esa necesidad hace que una lengua indígena se desplace en favor de otra. “Los jóvenes ya no quieren ser serranos, ahora quieren ser costeños”, me dice Tiodolinda Sanabria, vecina tupina, al preguntarle por la juventud del pueblo.
Ausencia de estructura estatal
La dualidad sierra-costa, centro-periferia, ocupa un papel crucial en la actual situación del país. La ausencia de estructura estatal visible en la mayoría de zonas rurales y la sobrecarga del modelo occidental monolingüe de los centros urbanos y las costas semidesarrolladas no solamente elimina la identificación con el Estado de aquella parte de la población, sino que además genera una única matriz cultural: el progreso del país solamente se puede alcanzar abrazando una lengua y una forma de vida.
En Tupe, cuando pregunto a algunos jóvenes que están terminando la secundaria obligatoria qué les gustaría hacer en el futuro, casi al unísono me responden “ir a Lima”. La falta de oportunidades que hay en las comunidades por ausencia de políticas públicas inclusivas hace que los jóvenes asocien su lengua materna con retraso y sientan que quedarse en el pueblo es no tener futuro.
El relato oficial monocultural que promueve el Estado peruano choca con las 47 lenguas indígenas que se hablan en el país, choca con los más de tres millones hablantes de quechua repartidos en 23 departamentos y choca con una indudable necesidad de atender los problemas sociales del país que pasan por dotar de mecanismos que permitan un correcto ejercicio de derechos a la población no castellano hablante.
Porque al no evaluar las zonas de predominio de una lengua originaria en distritos, regiones o ciudades donde el castellano es la lengua oficial, no solamente se muestra un discurso excluyente, sino que se abandona a ciudadanos con los mismos derechos al no poder presentar una denuncia en su lengua, ser atendidos en el hospital o realizar cualquier actividad administrativa en algún registro, por ejemplo.
“El servicio público que se brinda en la lengua del usuario es un servicio publico que llega de manera más efectiva, porque no requiere después otra provisión de servicios que reparen el error anterior, por lo tanto se optimizan recursos”, afirma Panizo.
El profesor del San Bartolomé, Galdino Robinson, me cuenta que “ya se ha denegado una licencia para construir una carretera y eso complica la posibilidad de que la gente conozca el pueblo, y al pueblo llevar sus productos a otros pueblos y ciudades”. Así, la falta de carreteras, intérpretes o recursos tecnológicos que se podrían implementar por el Gobierno central y los Gobiernos regionales dificulta significativamente la integración plurilingüe.
Pese a que proyectos como el Registro Nacional de traductores e intérpretes, cada vez más en alza, o el crecimiento de la Educación Intercultural Bilingüe (EIB), que ha aumentado su presupuesto diez veces en los últimos cinco años, de forma que ya existen 21.000 escuelas de EIB donde el 60% del profesorado es bilingüe, o aunque se ha producido la promulgación de la Ley de Lenguas; es necesario un empuje que sea llevado por la propia comunidad pero que cuente con apoyos de sectores como los transportes, la ciencia o el deporte.
Es necesaria una “reivindicación cultural”, subraya el profesor Galdino, una reivindicación que asuma al país como una nación pluriétnica en todos los niveles de la sociedad. “El jaqaru definitivamente está en peligro, por eso hay que sensibilizar, y el Ministerio de Educación tiene que trabajar para incluir las lenguas también en la Universidad y en otras partes de la sociedad”, me dice el alcalde de Tupe, Wuan Morales.
“Yo no soy un aculturado, soy un peruano que, orgullosamente como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”, decía José María Arguedas al recoger el premio Garcilaso de la Vega en 1968.
Es el momento de rescatarlo para asumir de una vez que homogeneizar una cultura es despreciar la Historia y que el desarrollo del país pasa obligatoriamente por el reconocimiento de lo plurinacional en todos los niveles.
Políticas para la integración
“Tenemos que rastrear en el tiempo e irnos a la colonia para darnos cuenta que los centros de desarrollo urbano, eran los centros de irradiación del poder colonial, del poder castellano hablante” indica Agustín Panizo, director del departamento de lenguas indígenas del Ministerio de Cultura.
Así que cuando los padres de una familia que habla una lengua ancestral deciden dejar de usarla con sus hijos para que no sean rechazados al salir de la comunidad, hay que señalar el evidente peso institucional que tienen las medidas que se podrían implementar para una política lingüística diferente.