- Gallinas felices
César Hildebrandt: Columnista LA PRIMERA
Mientras el presidente de la cámara de diputados de Chile cancelaba su visita a Lima y la cancillería de ese país protestaba formalmente por la nueva cartografía marítima publicada por el Perú –gesto que honra a Torre Tagle y a quien está al mando–, el señor Hugo Otero, embajador peruano en Santiago de Chile, decía que las relaciones entre ambos países “son más grandes que sus eventuales problemas”.
“Chile y Perú son dos pueblos que tienen relaciones por más de quinientos años y siempre pueden existir entre dos pueblos hermanos algunas diferencias…”, ha dicho Otero cacareando inexactitudes.
En primer lugar, no son diferencias eventuales. Eventual es lo que acaece, lo que puede acaecer, lo imprevisto, lo accidental.
El odio de Chile hacia el Perú nació posvirreinal y puro, republicano y taimado, violento y sistemático.
Por eso nos declaró la guerra dos veces y en ambas oportunidades nos hizo todo el daño que pudo. La primera guerra fue para separarnos de Bolivia y la segunda fue para robarle a Bolivia y al Perú la inmensa riqueza guanera, salitrera –y más tarde cuprífera– con la que prosperó. Y en ambas guerras Chile contó con peruanos descastados que le facilitaron las cosas.
El señor Otero ignora qué significa la palabra eventual. Ignora también la historia. Por eso habla de quinientos años de relaciones. Hace 500 años Chile era un apéndice olvidado de un virreinato que había elegido a Lima como centro administrativo. Aquella capitanía encerrada entre el océano y los Andes miró con codicia al norte casi por necesidad y claustrofobia. Luego convertiría la rapiña de su cóndor emblemático en un principio de su geopolítica. Y el Perú y Bolivia serían sus víctimas recurrentes.
¿Relaciones entre pueblos?
Jamás dejó Chile de mirarnos como presa. Para ese país el Perú ha sido sólo una saqueable fuente de riquezas.
Lo primero que hizo su soldadesca fue ocupar los depósitos del guano. Y el 22 de febrero de 1880 permitió a los tenedores ingleses de bonos peruanos sacar todo el guano que quisieran pagando, eso sí, 20 chelines por tonelada. Para ese entonces, todas nuestras islas guaneras estaban tomadas por Chile.
En esta guerra de mierda aviar, todo estaba calculado. En 1882 Chile ordenó la venta de un millón de toneladas de guano peruano: 50% para su gobierno, 50% para los acreedores europeos del Perú. Y logró que ese trato, que debía extenderse por largos años, fuera parte de la rendición de Ancón y fuese aprobado por el Congreso peruano, aunque para ello el gobierno de Cáceres tuvo que expulsar a los diputados decentes que seguían mostrando su oposición y convocar a nuevas elecciones (fraudulentas).
Vendría por esos días el señor Michael Grace a decirnos que el Perú debía 51 millones de libras esterlinas. La verdad, como la denunció Billinghurst, es que la deuda había sido comprada al remate por 3 millones de libras. Grace nos propuso, amablemente, quedarse con la aduana de Mollendo, nuestros ferrocarriles, lo que quedaba del guano (en acuerdo con Chile), todo el carbón y la plata y la exclusiva para colonizar nuestra selva. Así nos dejó Chile tras llevarse los libros de la Biblioteca –los incunables que jamás pudieron tener–, incendiar Chorrillos sin necesidad, escupir nuestros museos y orinarse a las puertas de las casas que ocupaban para emborracharse y violar a mujeres indefensas.
¿Quinientos años de fraternidad?
Chile ha comprado, en la última década, cuatro mil millones de dólares en armas de la más reciente generación. Con ellas pretende defender los 5,200 millones de dólares invertidos en el Perú, donde disfruta de monopolios y posiciones dominantes que jamás Chile le cedería a la industria peruana.
¿Se repiten los ciclos?
¿Son los mismos traidores?
¿Qué clase de peruano comeguano hay que ser para hablar como el señor Hugo Otero?