- Turistas en un país convulsionado
Wilfredo Ardito Vega
En los últimos días han llegado miles de cancelaciones a las agencias de turismo, desde Australia, Francia o Israel, por parte de quienes prefieren postergar sus visitas al Perú para un tiempo en que no tengan que afrontar un bloqueo de carreteras o una nube de gases lacrimógenos.
Ahora bien, las protestas en nuestro país no son realmente novedosas; hasta el punto de que la edición del año 2004 de la guía Lonely Planet recomendaba a los viajeros temas para conversar o meditar si se quedan bloqueados.
Un posible tema sería la paradoja de pasar unas vacaciones en regiones de pobreza extrema. De hecho, resulta curioso que lugares como Cuzco y Puno tengan niveles de analfabetismo, mortalidad infantil y desnutrición muchísimo más elevados que departamentos poco visitados por turistas como Tacna y Junín.
En realidad, como sucede con la agroexportación o la minería, la actividad turística genera muy pocos beneficios a los habitantes de los lugares donde se desarrolla, sin contar quienes la conciben como un enclave opulento (1.500 dólares la noche en el Hotel Monasterio, 1.300 en el Sanctuary Lodge de Macchu Picchu y 547 por el viaje en el vagón Hiram Bingham de Perú Rail) en medio de la miseria.
En las últimas semanas, regiones enteras se han visto paralizadas por diversas causas, desde la contaminación ambiental (en Puno y Piura) hasta el rechazo a un presidente regional (Federico Salas en Huancavelica) pasando por la eliminación de las exoneraciones tributarias (Ucayali, Loreto y San Martín) y el paro nacional de los días 11 y 12, especialmente contundente en la sierra y la selva. Sin embargo, estos conflictos son simplemente manifestaciones de un problema mayor: millones de personas se sienten excluidas sea por razones geográficas, económicas y étnicas o simplemente por la incapacidad de las autoridades.
Para estas últimas, el problema no es la pobreza sino que los pobres protesten de manera visible, rompiendo la mansedumbre y resignación que, al parecer, serían más convenientes para la imagen del país. No necesariamente se protesta contra Alan García o contra el neoliberalismo (aunque éstos tienen cada vez menos adeptos), sino contra un abandono estructural. Las personas sienten que, si no toman plazas o carreteras, el gobierno, los medios de comunicación y los sectores medios limeños simplemente olvidarán sus padecimientos y hasta su propia existencia.
La única forma en que el Estado de Derecho se expresa en muchos lugares del Perú es mediante la represión y la combinación de indolencia y acciones represivas es la respuesta que reciben tanto los reclamos más justos, como la protesta por la contaminación del río Ramis en Puno, como las pretensiones de grupos de poder locales, como contrabandistas, madereros o importadores de ropa usada.
En los últimos días, algunas protestas parecen haber dado resultado: se transfirió el proyecto Chinecas a la región Ancash, se anunció el asfaltado de la carretera entre Andahuaylas y Ayacucho, la instalación de postas médicas en Apurímac, beneficios económicos a San Martín y medidas para enfrentar el alza del pan y la gasolina, etc. Pero ¿era necesario esperar a una convulsión social para tomar estas decisiones?
La indolencia del Estado tiene consecuencias muy graves, porque es el mejor caldo de cultivo para los líderes que promueven acciones violentas, sea porque creen en ellas o porque así esperan obtener mayor protagonismo. Además, el propio Estado termina generando desconfianza hacia los mecanismos democráticos, que parecen tan ineficaces.
Sin embargo, surgen percepciones aún más inquietantes. Recuerdo la primera vez que escuché decir a una dirigenta de Puerto Maldonado una frase que lamentablemente se repite:
-¡Hasta que no haya un muerto acá, nadie nos hará caso en Lima!
Resulta terrible que el Estado se perciba como uno de esos cerros poderosos que en la cosmovisión andina exigen vidas humanas para aplacar su ira y otorgar un beneficio colectivo. A eso se llega cuando el Gobierno se enorgullece de que Machu Pichu sea elegido entre las nuevas maravillas del mundo y muestra indiferencia cuando los descendientes de sus constructores afrontan miseria, discriminación y explotación.
La meta para el Estado peruano no debería ser simplemente aumentar el número de turistas, sino que las regiones que éstos recorren (y todas las zonas rurales) estén habitadas por campesinos con ingresos dignos, hospitales gratuitos y adecuadamente equipados. Dotar a los niños andinos de escuelas con calefacción y ómnibus escolares les resultaría bastante lógico a la mayoría de nuestros visitantes, cuyos hijos disfrutan de estos beneficios. Sin embargo, las autoridades peruanas no parecen ni haber pensado en ello. A veces, están más lejos del Perú que los turistas.