Kurmi Wasi, un arcoíris para aprender en común
Micaela Villa Laura / la-razon.com
Suena la campana, son las 08.30 y comienza la clase de aymara en la unidad educativa Kurmi Wasi (Casa del arcoíris traducido del aymara y quechua), ubicada en Achocalla, a unos 30 kilómetros de la sede de gobierno.
Es martes y es turno de los niños de prekínder, kínder, 1° y 2° de primaria. “Nos toca cocinar jamp’i (tostado)”, dice el profesor Luis Gómez, un joven experto en el habla, de 30 años, y que se graduó de la carrera de Comunicación Social.
Los ingredientes están listos. Gómez entrega un puñado de granos a algunos niños y al unísono comienzan a contar cada maíz mientras los introducen al jiwk’i (tostadora) que sujeta el profesor y luego calentará en el k’eri (fogón): maya (uno), paya (dos), kimsa (tres), pusi (cuatro), phisqha (cinco)… hasta llegar a pätunka (veinte). En otra olla de barro se cuece otro de los alimentos con los que acompañarán.
“Aprender aymara es fantástico, nuestras clases no se llevan dentro de cuatro paredes, sino con juegos, cánticos, poesía, dibujo y viviendo la cultura enseñada por nuestros abuelos”, enfatiza el maestro.
Muy aparte están los estudiantes, quienes también se encargan de sembrar papa, maíz, quinua y otros alimentos en un pequeño terreno ubicado al lado del fogón y que es cosechado para la enseñanza de clases posteriores y la preparación de otros alimentos que se comparten con otros compañeros.
“El k’eri lo hicimos entre profesores y alumnos hace cuatro años, también enseñamos a los de secundaria y preparamos chairo, sopa de quinua, hasta k’ispiña (especie de galleta de quinua) con forma de animales del campo, como llamas, y nos servimos con el té. Los chicos ya saben usar el phusaña (instrumento para soplar) y encender el fuego. A la par de vivir esta experiencia, aprenden a escribir”, explica Luis muy emocionado.
Esta forma de enseñanza también se refleja en otras especialidades que el colegio imparte y están divididas en cinco talleres que duran dos años y que los estudiantes eligen: Conservación de alimentos (donde se aprende a hacer tunta, charque, mermeladas, escabeches y otros); Medicina tradicional (para lo cual tienen su propio jardín farmacéutico donde plantan manzanilla, menta, sábila, caléndulas y otros que luego los convierten en jarabes, pomadas y demás).
Por otro lado, está el invernadero (donde cultivan hortalizas como lechugas, tomates, nabos y plantas aromáticas y ornamentales, frutas como fresas y más); Agroecología (lombricultura y postaje); y Comunicación (fotografía, serigrafía, radio y video).
“Queremos ir construyendo una propuesta educativa que aporte a las políticas educativas del Estado, queremos difundir esta experiencia y compartirla.
Abordamos la educación desde lo integral con los niños y la idea de venir a Achocalla fue para convivir con la naturaleza y estar fuera de la ciudad, cultivando y criando animales”, señala a Escape el director del establecimiento, Juan José Obando.
Estas experiencias de convivencia y en torno al cuidado animal y natural se aplican hace 14 años, cuando la Fundación Taypi —que es propietaria de Kurmi Wasi— fundó el colegio. Los alumnos comparten las clases de forma multigrado, es decir, se juntan niños de diferentes niveles, como 1° y 2° de secundaria para pasar una clase.
Actualmente el colegio tiene 152 estudiantes, que llegan de la misma comunidad, de la sede de gobierno y de El Alto, y 17 maestros, de los cuales siete dan las materias regulares como Matemáticas, Lenguaje y Ciencias, y el resto las especialidades. En cada curso también hay un niño con capacidad diferente que es integrado en actividades colectivas.
“Con relación al pago de la mensualidad existe la lógica del que tiene más, paga más. Hay padres que pagan en efectivo y otros con su producción, papas, habas, leche, harina, fideos, que son usados en el colegio”, indica Juan José.
Desde el primer año del Kurmi, en 2005, se implementó un sistema de padrinazgos con la idea de crear vínculos entre niños y adolescentes, la ciudad y el campo. Desde entonces, en una primera asamblea general del año cada niño escoge a una madrina o un padrino por medio año, quien siempre está presente cuando el ahijado necesita que le ayuden a amarrase los zapatos, ser intermediario en una pelea, llevarlo a la góndola o a la enfermería, si se cayó.
Además de rescatar las fechas festivas andinas como Todos Santos, cuando preparan el festejo a los muertos; también agradecen a la Pachamama cada agosto, con la realización de una mesa de ofrenda.
Este año esperan llevar a cabo otro festival de lengua aymara, donde se hacen presentes autoridades originarias, se organizan apthapis, y hay música autóctona amenizada por el grupo musical Willkamayu, al cual pertenece Luis, el profesor, quien además de la melodía ofrece abrigo para los estudiantes con los “cueros de oveja de sus abuelos”.
Picotona la que picotea, así se llama una de las diez gallinas que Will Obando, de siete años y alumno de primaria, debe cuidar a diario junto a otros 20 niños. Además de recoger sus huevos, les dan alimento y agua. “No lastima, solo es su nombre (Picotona la que picotea), debemos cuidarlas”, enfatiza el niño en el gallinero instalado dentro del colegio. Al igual que él, otros se encargan de las ovejas, las llamas y los patos, estos últimos pasean libremente por los jardines y están a cargo de los de kínder.
Lo que estos animales producen es utilizado para su educación y la preparación de alimentos que luego venden para financiar sus viajes de investigación. Así, una vez al año van a Kala Kala, a Tocaña, a la Isla del Sol, Sucre, Potosí… donde alcancen los fondos.
Melany Trigo, de 14 años y que está en 4° de secundaria, recuerda que uno de los últimos viajes que hizo fue en septiembre de 2012 a Luribay. “Nos quedamos en la casa de una de las abuelas de nuestra compañera, aprendimos el arte de hacer vinos, singani, también fuimos a Coroico para conocer plantas medicinales”.
Otra forma de sostener los viajes es a través de la materia de Conservación de alimentos, y el profesor Rolando Huallpa es un experto en el tema.
Actualmente tiene 12 estudiantes de secundaria a quienes les enseñó a producir desde comienzos del año mermeladas, jaleas, frutas en almíbar, luego proseguirá con la conservación de sales, con escabeches; lácteos con la producción de quesos artesanales y, finalmente, con harinas para elaborar panes, galletas y fideos.
“Estamos planificando hacer, incluso, quesos criollos con morrón, cebolla y hasta con locoto. Impulsamos a los muchachos esta educación que se asemeja a la formación técnica. Se les enseña desde conocer el alimento, sus propiedades y prepararlos”, menciona el profesor, sin embargo, advierte frunciendo el ceño que “no es una clase de cocina”.
De acuerdo con el director de primaria del Ministerio de Educación, el profesor Salustino Ayma, este tipo de educación que imparte el Kurmi Wasi es “adecuada”, y en un futuro se quiere que otros establecimientos de aprendizaje también adopten esta modalidad educativa.
“Kurmi Wasi está en el marco del modelo educativo, hemos visto que están aplicando el currículo del sistema educativo, y ahí está presente también la educación productiva, se percibe el respeto a la madre tierra, incluso la limpieza que desarrollan es bastante interesante.
El colegio se ha adelantado un poco y de a poco tenemos que entrar a esa línea de trabajo, ya que todas la unidades educativas de convenio, fiscales y particulares deben trabajar en el marco planteado por el ministerio y nosotros vamos a exigir ese modelo”, señaló.
Algo que no es permitido en Kurmi Wasi es contaminar la Madre Tierra, por lo que las bolsas plásticas son excluidas. Cuando es momento de compartir el apthapi, todo es envasado en tapers. Tampoco es bienvenida la comida chatarra que se venden en kioscos, como frituras.
“Los jueves se prepara merienda vegetariana. Las cosas que traen los chicos son en bolsa de tela que se les proporciona y se evita la basura, si se trae algo, se lo deben llevar a casa”, advierte Juan José, el director.
En esta Casa del arcoíris también se enseña arte, otros idiomas y emprendimientos. Ortencia Yana, quien enseña trabajos tallados en arcilla hace dos años en el establecimiento, prefiere que sus estudiantes de 3° a 6° de primaria opten por moldear sus propias figuras, además de aquellas rescatadas de la cultura tiwanacota y las clásicas como macetas.
Casi nada se desperdicia. Al principio de cada semestre la graduada en artes reúne a sus alumnos, quienes con sus bolsas de tela salen del colegio para traer arcilla que donan los cerros cercanos al establecimiento. “Traen lo que pueden, luego yo les doy la técnica, ellos ponen su creatividad; tenemos moldes, pero ellos prefieren trabajar con sus manos, luego los pintan”.
Cuando los trabajos están terminados algunos alumnos se quedan una noche en el colegio para proceder al quemado, para lo cual la profesora enciende la fogata. Entonces están listos para su exposición ante toda la comunidad educativa.
Además del aymara, en las clases de inglés los chicos crean sus propias historias. Comienza la teatralización en una comunidad donde hay policías, dos delincuentes, un médico y un fiscal y juez. Mientras uno relata, los otros deben continuar la historia… con sus personajes ya elegidos.
“Hay mucho movimiento, no son clases de gramática como otras, hacemos canciones, debates en el jardín, juegos, videos en inglés, poemas, el objetivo es comunicar ideas”, complementa el profesor Gadir Lavadenz.
“Ya sé hacer nabos, es lo más fácil, sale en un mes, la lechuga en dos y tres meses, lo regamos a diario, y lo vendimos en cantidad. Recuerdo que mis amigos hicieron acelgas, se siente bien conocer esto. Creo que voy a estudiar Agroecología”, menciona Melany Trigo cuando termina la visita de Escape a la unidad educativa.