Fernando Huanacuni Mamani Para lograrlo necesitamos ir al origen de nuestras celebraciones y expresiones, y al hacerlo nos vamos a encontrar con que las danzas que hoy se bailan no solamente en Bolivia, sino también más allá de nuestras fronteras, como la morenada, los caporales, la diablada, la kullawada, el tinku, los tobas, etc., tienen un origen ancestral. El ser humano occidental ha querido patentarlo todo, a veces con fines de lucro, otras en su afán de poder, apoderándose desde alimentos, que nos brinda nuestra Pachamama (Madre Tierra), hasta de las expresiones culturales de los pueblos ancestrales, que, durante miles de años, nunca buscamos disputarnos la propiedad de nada. Esto junto a esa mentalidad colonial que siempre ha tratado de restarle mérito al indio, continúan negando la riqueza cultural de los pueblos ancestrales y su sabiduría. Cuando los indios migramos del campo a la ciudad nunca venimos solos, traemos nuestras costumbres y nuestra cultura. Así los aymaras vinimos con nuestro chuño, nuestra quispiña, vinimos también con nuestra costumbre de ch’allarnos, nuestra vestimenta, nuestros instrumentos musicales, nuestra música y por supuesto nuestras danzas. Si hoy las danzas han adquirido algunas variantes o se han estilizado, no es el blanco ni “el mestizo” quien se las inventó, es el indio. Más tarde nos apropiamos también de instrumentos occidentales para seguir interpretando nuestros huayños en las bandas, porque no es el blanco ni “el mestizo” el que toca en las bandas. Hoy continúa esa mentalidad a la que no le interesa saber quiénes éramos antes de la fundación de la República, la misma que quiso construir una identidad nacional homogénea a partir de 1825 y hacernos olvidar nuestra diversidad, nuestro origen y a nuestros ancestros. Desde los pueblos ancestrales concebimos que todo es sagrado; toda forma de existencia, todo espacio, todo tiempo y toda expresión de vida. Por eso, desde la nación aymara, preferimos utilizar el término “danza” en lugar de “baile”, porque, lejos de tener una connotación lúdica, nuestras danzas tienen una connotación espiritual, es decir, de ritual, de ceremonia, y al danzar esos ritmos nos estamos sumergiendo en ese espíritu que nos va a permitir volver a nuestras raíces. Nuestras danzas han sido proyectadas para hacerse en grandes bloques de mujeres (“warmis”) y de varones (“chachas”), igualando pasos y movimientos y vestidos iguales, para sumergirnos en ese espíritu comunitario que se rompe con las “figuras” que hoy se han incorporado desde la mentalidad occidental. Nuestras danzas están diseñadas para realizarse en largas caminatas y no en espacios cerrados, para irrumpir como el río, con la fuerza de su torrente, invocando a los ancestros y fundiéndonos con la Madre Tierra en cada paso. En las comunidades se ha iniciado ya un proceso de búsqueda del origen de nuestras danzas, y en esa búsqueda también vamos a poder encontrarnos a nosotros mismos. Aunque hoy en día el exceso de alcohol empaña esta expresión de arte y espiritualidad, debemos darnos cuenta de que hay un dolor en muchos de los hermanos y hermanas que danzan por no poder ser quienes realmente son, y que solamente al beber logran liberarse de esa máscara y de ese reproche del subconsciente de negar sus raíces, de negar a sus ancestros. Por eso es tan importante volver a ser quienes somos, porque aceptarnos y estar orgullosos de ello nos va a dar la primera fuerza para levantarnos. De todas formas, la música, el sonido tienen poder, y ellos junto a los pasos que nos conectan con la Pachamama en ese thuqhtaña (danzar), tarde o temprano, nos van a ayudar a despertar, porque esos sonidos ancestrales armónicos y equilibrados aún resuenan hoy en el aire y cada vez con más fuerza. A través de las melodías milenarias sumergidas en la morenada, los caporales, la kullawa y otras, los ancestros están haciendo un llamado a sus hijos para retornar a su propio camino, para retornar a esos “flamantes caminos milenarios”. |