Carlos Aguerrea / ILLARIY Una nueva jornada Pertenecen a la necesidad de colaborar con lo que sustenta a todos. Pertenecen al adulto que se va forjando dentro de tan tiernos cuerpos. El trabajo, como fiel perrito, aguarda cada día al estudiante después de sus clases. Y el niño y la niña lo abrazan con su inocencia, con su creatividad ilimitada, la misma que muchas veces es frustrada y abortada en la escuela. Después de agotadoras tablas de multiplicar, de letras y sílabas que nada dicen, de conceptos venidos de otro mundo y que de forma alguna seducen la curiosidad innata de los niños, llega el momento de jugar a ser adulto o de ser adulto jugando, sin perder lo mejor de la infancia. La sabiduría del niño excede completamente las expectativas adultas. Ahí donde la persona hecha experimenta cansancio, rutina, obligación, frustración, el niño descubre una diversión. Entonces la escoba se transforma en arma para eliminar polvorientos enemigos, el rebaño de ovejas es una manada de esbeltos corceles cabalgando por las montañas, la tierra se ofrece como un campo abierto a la experimentación, a imaginarias aventuras, a conquistas y batallas para levantar castillos de cebollas, papas y maíz. El pequeño estudiante se transforma ahora en pequeña pastora, en pequeño campesino, en pequeña ama de casa o en pequeña cuidadora de los hermanitos menores. Sin dejar de ser niño ya conoce lo que significa cuidar del rebaño que garantizará el sustento de todos. Sin dejar de ser pequeño, comienza a experimentar la dureza de ser grande. Sin dejar de ser niña comienza a sudar el esfuerzo adulto. Y aunque sus pies y manos, diminutos todavía, ya estén curtidos por el frío y la tierra, oro cada día para que no se endurezca su corazón tierno. Que no se pierda la infancia de estos niños pastores, de estas niñas campesinas, de estos tiernos brotes obligados a madurar corriendo. |