cambio.bo La derrota de los viejos partidos coloniales y neoliberales, como el MNR, MIR, ADN y sus variantes, no pudo ser más desastrosa, pues desnudó el grado de corrupción al que habían llegado. La repartija de las pegas públicas iba de la mano de la parcelación y acaparamiento de los bienes estatales y los recursos naturales. La herencia de la dictadura de Hugo Banzer, es decir del septenio fascista que imperó en Bolivia (1971-1977) y que precedió a la dolorosa reconquista de la democracia, fue sin duda la concepción patrimonialista y clientelar de la cosa pública. La familia Banzer se enriqueció a costa de miles de bolivianos asesinados, presos, torturados y exiliados. Ésa es una fortuna manchada de sangre. Hoy son los correligionarios directos del ex dictador quienes están prófugos de la justicia o que, en el caso del ex prefecto de Pando Leopoldo Fernández, guardan detención en la cárcel pública por delitos de lesa humanidad. Y para nadie es desconocido que Fernández (por décadas parlamentario de ADN por Pando) montó una amplia red de prebendas y favores que lo llevó a ostentar el título de ‘cacique’ de aquel departamento. Un cacique intocable que llegó a controlar la vida política y social de aquel jirón patrio. Ni los periodistas se salvaron de caer en la red de corrupción que este personaje montó. Otros ‘patriarcas’ crecieron al calor del neoliberalismo. En Cochabamba, Mánfred Reyes Villa, hoy refugiado en Estados Unidos, también articuló sus redes de corrupción, como lo hiciera en su momento el ex prefecto de Tarija, hoy encubierto por sus compadres de derecha en Paraguay, Mario Cossío. Si la fortuna de Banzer está cimentada en sangre, la de Gonzalo Sánchez de Lozada —jefe neoliberal del MNR, también protegido por la administración estadounidense— no puede ser menos repugnante, pues a la explotación inmisericorde de los recursos mineros de los bolivianos se suma la masacre y el asesinato indiscriminado dispuesto por su lugarteniente Carlos Sánchez Berzaín. La Guerra del Gas de 2003 fue en realidad la primera masacre del neoliberalismo del siglo XXI contra un pueblo desarmado. Los autores de estos crímenes están refugiados en Estados Unidos y desde allí aparecen cada cierto tiempo a través de sus medios de comunicación para autodefinirse como ‘perseguidos políticos’. Tal el rótulo que han logrado tatuarse en sus caras aquellos autores materiales e intelectuales de crímenes y robos que cometieron desde el ejercicio de sus funciones de gobierno, y otros que lo hicieron desde comités cívicos o desde las sombras de la conspiración separatista; ellos —para el conocimiento de la comunidad internacional—, los que se dicen perseguidos por ‘sus ideas’ y se esmeran en difamar y estigmatizar al Gobierno y al propio país. En esa trama perversa, los prófugos de la justicia boliviana aprendieron el libreto de sus mayores, quienes recurren cínicamente a las leyes internacionales para aprovecharse de ellas y gozar de impunidad. Este guión, que se traduce en la fórmula fácil de cometer delitos, chantajear al Estado boliviano, insultar a las autoridades gubernamentales, evadir la justicia y refugiarse para atacar a Bolivia, ha hecho que Estados Unidos, por ejemplo, se convierta en un refugio de prófugos de la justicia por delitos comunes. Ahí está el contrasentido esencial del derecho al asilo que hoy reclaman quienes teniendo cuentas pendientes en su país optan por el ‘refugio político’ de manera vergonzosa y oportunista.
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