Análisis de Jim Lobe (IPS) En vísperas del décimo aniversario de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas, de Nueva York, y el Pentágono, en Washington, muchos analistas entienden que el Gobierno de George W. Bush (2001-2009) reaccionó “de forma exagerada”, comportamiento que se mantiene hasta ahora. La reacción estuvo encabezada principalmente por neoconservadores y otros halcones, ala más belicista del ahora opositor Partido Republicano, quienes manejaron la política exterior del Gobierno de Bush, incluso antes de los atentados de 2001. Los halcones promovieron una política radical para consolidar el dominio de Washington en Medio Oriente mediante la estrategia de “shock and awe” (impacto y estupor) a fin de que cualquiera interesado en ser potencia global o regional se plegara a un mundo “unipolar”. “Shock and awe” se refiere a una doctrina militar que apunta a aplastar al enemigo mediante una gran potencia armada que lo aniquile. Encabezados por el entonces vicepresidente Dick Cheney, el jefe del Pentágono (secretario de Defensa), Donald Rumsfeld, y sus asesores más radicales, los halcones estuvieron cuatro años, antes de los atentados, preparando el Project for the New American Century (PNAC, proyecto para el nuevo siglo estadounidense). La organización contó con la participación de ideólogos neoconservadores como William Kristol y Robert Kagan, quienes reclamaron que Estados Unidos mantuviera su “hegemonía pos Guerra Fría el mayor tiempo posible”. En distintos artículos posteriores urgieron aumentar el gasto militar, tomar acciones bélicas preventivas y, si fuera necesario unilaterales, contra las posibles amenazas, así como promover un cambio de régimen en los llamados países díscolos, empezando por Irak, entonces bajo el régimen de Saddam Hussein (1979-2006). La voluntad del PNAC de mantener la hegemonía de Estados Unidos no parecía tan descabellada antes de los atentados de 2001. Este país concentraba 30 por ciento de la economía mundial, tenía la posición fiscal más fuerte y un presupuesto en defensa superior a la suma de una veintena de ejércitos más poderosos. La idea de que Estados Unidos era invencible se mantuvo gracias a la demostración de unidad nacional que siguió a los ataques de 2001 y a la velocidad y presunta facilidad con que Washington orquestó la expulsión del movimiento Talibán de Kabul un año después. “Revisé la historia y no vi nada igual”, exclamó el historiador Paul Kennedy, de la Universidad de Yale, y principal exponente de la escuela que 15 años antes anunciara la decadencia, refiriéndose al dominio de Washington, que comparó favorablemente al imperio británico. “Ahora aparece gente que habla de ‘imperio’”, señala en una columna de The Washington Post el neoconservador Charles Krauthammer, también partidario de Cheney y defensor de un mundo “unipolar” encabezado por Estados Unidos. “El hecho es que ningún país dominó cultural, económica, tecnológica y militarmente el mundo desde el Imperio Romano”, añadió. Tal euforia u orgullo desmedido dio paso a la siguiente etapa: derrocar a Saddam Hussein. Entonces, Bush se concentró y destinó recursos militares y de inteligencia para preparar la guerra contra Irak, en vez de concentrarse en la captura de Bin Laden y de otros líderes de Al Qaeda, y suministró asistencia material para pacificar y comenzar a construir Afganistán. |