Coco Manto La profesora Julia Cortez fue incitada por el teniente Carlos Pérez Panoso para entrar al aula a las seis de la mañana del 9 de octubre e insultar al Che, acusarlo de “desgraciado invasor”. Ella explicó después que no pudo decirle nada porque le conmovió que el guerrillero le dijera, tras saber quién era y qué hacía en La Higuera, que ser maestra en esa soledad equivalía a una jarra de agua fresca en la mitad del desierto. Contó que con suavidad le corrigió “querrá” por “quedrá” y que le dijo que los niños necesitaban más profesores que escuelas. “Aquí no importa esta escuela en ruinas, mire nomás, si no el valor de quien se pone a enseñar a los niños”. Julia Cortez salió de allí con otra luz. A eso de las once, Ninfa Arteaga, la esposa del telegrafista del pueblo, entró a la prisión del Che con un portaviandas de comida caliente. Su hija, la maestra Élida Hidalgo, que había tramitado el permiso ante los milicos para dar de comer al prisionero, se quedó en la puerta. “Sírvase, es una sopa de maní”, dijo doña Ninfa. Le desató las manos y le alcanzó una cuchara. Narró que el Che le dijo “¿de maní? ¿hacen esto de maní?” y que ella le explicó que es un plato especial que se cocina para ceremonias familiares y que… La señora contó después llorando: “Cómo comía, Dios mío, sin decir nada, cuchara tras cuchara tras cuchara”. Luego, por la tarde-noche, cuando las radios de Bolivia enloquecían avisando que el mismísimo Che había “muerto en combate el día 8”, ella, Ninfa Arteaga, estalló en incontenible llanto gritando que era mentira, que ella no había dado una sopa de maní a un fantasma, que ahora sabía que quien comió así era el Che Guevara, que lo mataron… Se supo luego que su marido, el telegrafista, le reprochó enojado y en voz baja: “¡Ya callate, carajo, nos van apresar a todos por culpa de ese muerto de hambre!” El sargento Mario Terán había cumplido, borracho de pisco y miedo, la orden de la dictadura de Barrientos y sus secuaces, aunque dos horas antes de esa infamia, el agente de la CIA Félix Rodríguez, que había llegado a La Higuera con el capitán Andrés Sélich, entró al aula-jaula y zarandeó violentamente al Che. El prisionero no se quedó callado y encaró al “gusano come-mierda del imperialismo”. El agente cubano se fue a golpes sobre el Che y en eso intervino el oficial Eduardo Huerta Lorenzetti, a quien, el capitán Gary Prado le había encargado custodiar al preso. En el forcejeo, Rodríguez fue derribado y Sélich separó con fuerza a los rijosos. El Che miraba con furia a sus agresores. Tiempo después, Huerta, un chuquisaqueño, reveló que había hablado con el Che hasta la madrugada y que llegó a quererlo y admirarlo “como a un hermano mayor”. En el fuselaje de un helicóptero llevaron el cadáver del Che al hospital “Señor de Malta” de Vallegrande. El general Joaquín Zenteno Anaya, que estaba con sus pares Horacio Ugarteche, Fernando Sattori y David Lafuente, no se opuso a que la lavandera Graciela Rodríguez limpiara con trapos mojados y un poco de jabón el cuerpo del guerrillero. Babeantes de triunfalismo ante el cadáver de su enemigo, aquellos mílites tampoco objetaron que la enfermera Susana Osinaga —la quinta mujer de esta historia— le recortara los pelos y acicalara la barba. Dos meses después contó esa señora que cuando vio las fotos póstumas del Che en los diarios se estremeció, porque ese rostro “se había vuelto como de Cristo”. El cura mericnol de Vallegrande, Roger Shiller, ofició una misa la tarde de ese día 9, mientras decenas de pobladores y campesinos desfilaban callados y tristes en torno al cadáver expuesto en una camilla del pobre hospital. El sacerdote dijo ante sus feligreses: “Este crimen no debe ser perdonado; los culpables tendrán el castigo de Dios.” Fue ahí que alguien bautizó al Che como “San Ernesto de la Higuera”. De entonces es que le atribuyen milagros. Compaginé estos dichos y hechos de los libros escritos acerca del Che por Carlos Soria Galvarro, Adys Cupull, Mariano Rodríguez, Ignacio Siles y otros. El compañero Evo reivindicó la gesta del Che en los 5 minutos iniciales de su discurso como el primer Presidente indígena, el 22 de enero de 2006. Invocó al Che Guevara junto a los libertadores Simón Bolívar, Antonio José de Sucre y Túpac Katari. Y en el mismo Palacio Quemado, desde donde el tirano Barrientos transmitió la orden de Washington para acabar con el Che, mentando la clave “saluden a papá”, hay ahora un retrato del guerrillero filigraneado con hojas de coca por el artista Gastón Ugalde. El Che, hoy y desde hace 44 años, como el Cid Campeador, venciendo después de muerto. |