“En el momento en que fuera necesario estaría dispuesto a entregar mi vida por la liberación de cualquiera de los países de Latinoamérica, sin pedirle nada a nadie, sin exigir nada, sin explotar a nadie”, había asegurado el Che en 1964
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“El cardenal Maurer llega a Bolivia desde Roma. Trae las bendiciones del Papa y la noticia de que Dios apoya decididamente al general Barrientos contra las guerrillas
Mientras tanto, acosados por el hambre, abrumados por la geografía, los guerrilleros dan vueltas por los matorrales del río Ñancahuazú. Pocos campesinos hay en estas inmensas soledades; y ni uno, ni uno solo, se ha incorporado a la pequeña tropa del Che Guevara.
Sus fuerzas van disminuyendo de emboscada en emboscada. El Che no flaquea, no se deja flaquear, aunque siente que su propio cuerpo es una piedra entre las piedras, pesada piedra que él arrastra avanzando a la cabeza de todos; y tampoco se deja tentar por la idea de salvar al grupo abandonando a los heridos. Por orden del Che, caminan todos al ritmo de los que menos pueden: juntos serán todos salvados o perdidos.
Mil ochocientos soldados, dirigidos por los rangers norteamericanos, les pisan la sombra. El cerco se estrecha más y más. Por fin delatan la ubicación exacta un par de campesinos soplones y los radares electrónicos de la National Security Agency, de los Estados Unidos. La metralla le rompe las piernas. Sentado, sigue peleando, hasta que le vuelan el fusil de las manos.
Los soldados disputan a manotazos el reloj, la cantimplora, el cinturón, la pipa. Varios oficiales lo interrogan, uno tras otro. El Che calla y mana sangre. El contralmirante Ugarteche, osado lobo de tierra, jefe de la Marina de un país sin mar, lo insulta y lo amenaza. El Che le escupe la cara.
Desde La Paz, llega la orden de liquidar al prisionero. Una ráfaga lo acribilla. El Che muere de bala, muere a traición, poco antes de cumplir cuarenta años, exactamente a la misma edad a la que murieron, también de bala, también a traición, Zapata y Sandino. En el pueblito de La Higuera, el general Barrientos exhibe su trofeo a los periodistas.
El Che yace sobre una pileta de lavar ropa. Después de las balas, lo acribillan los flashes. Esta última cara tiene ojos que acusan y una sonrisa melancólica”. Así describe los últimos momentos del Che el escritor uruguayo Eduardo Galeano en Memoria del Fuego.
Es que el 8 de octubre de 1967, herido, con el arma inutilizada por un disparo y sin cargador en su pistola, el Che es apresado durante el combate en la quebrada del Churo. Cae en manos del Ejército y el Alto Mando militar de entonces obedece a Washington y decide fusilarlo de forma inmediata en La Higuera. El 9 de octubre esa orden es cumplida: el Che es acribillado por el suboficial Mario Terán.
Pero por esas paradojas de la vida, 40 años después, en 2007, un anciano Terán —que estaba a punto de perder la vista— es socorrido gratuitamente por los médicos cubanos que le practican una intervención quirúrgica de catarata y le devuelven la visión, en el marco de la Operación Milagro, una campaña de cooperación solidaria de la Isla caribeña que desde 2006 recorre los caminos de Bolivia.
Las décadas de los sesenta y setenta estuvieron marcadas por la Guerra Fría entre el capitalismo y el comunismo, que trasladaron su enfrentamiento político e ideológico no sólo a América Latina, sino a todos los confines del mundo, y en un escenario en que la dictadura militar había conculcado todos los derechos del pueblo, la lucha armada fue una opción que no fue ajena al movimiento popular.
Sin embargo, esa coyuntura política era muy diferente a la de Bolivia de hoy, en la que el pueblo fortalece una democracia nacida desde los rincones más alejados de la heredad patria, desde los barrios y el campo, desde los cuarteles, desde quienes secularmente fueron marginados por el extinto Estado colonial y que se irradia a todo un pueblo que asumió el desafío de apuntalar el proceso de cambios estructurales.
Guevara nació el 14 de junio de 1928 en Rosario, Argentina; fue capturado y ejecutado en La Higuera en 1967, sus restos fueron encontrados cerca de Vallegrande, exhumados y devueltos a Cuba el 17 de octubre de 1997. Actualmente reposan en un monumento ubicado en la ciudad de Santa Clara, a unos 250 kilómetros al este de La Habana.
El Che fue actor fundamental del triunfo de la Revolución Cubana y, junto al comandante Fidel Castro, el eje de los objetivos revolucionarios.
“He nacido en la Argentina; no es un secreto para nadie. Soy cubano y también soy argentino, y, si no se ofenden las ilustrísimas señorías de Latinoamérica, me siento tan patriota de Latinoamérica, de cualquier país de Latinoamérica, como el que más, y en el momento en que fuera necesario estaría dispuesto a entregar mi vida por la liberación de cualquiera de los países de Latinoamérica, sin pedirle nada a nadie, sin exigir nada, sin explotar a nadie”, había dicho Guevara el 11 de diciembre de 1964 en su intervención en la Asamblea General de la ONU. Y vaya que cumplió su palabra.
“Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: Estados Unidos. En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese nuestro grito de guerra haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria”.
Por eso el Che no está muerto, vive hoy más que nunca, porque su mensaje de liberación y soberanía está presente en la gran patria latinoamericana.