Por Coco Manto - ABI En los hechos, esos renegados no hacen más que emular al almirante chileno José Merino, segundón del dictador Pinochet, que en 1992 declaró que los bolivianos no le parecíamos gente sino auquénidos. Mis padres, que eran sucrenses, solían jactarse de la sonoridad chuquisaqueña del idioma quechua. “Soy sucresa” ironizaba mi madre aludiendo a la cursi alcurnia de sangre azul de la que presumían ciertos descastados. “Sucresa, como decir inglesa, francesa…” y estallaba la risa familiar. Mis padres y sus paisanos radicados en Uncía y Llallagua cantaban con docta melancolía al Churuquella y al Sica Sica. Se enorgullecían de la tradición textilera de loa jalq’as y del estoicismo tarabuqueño. A cada rato mencionaban las cuatro patas de su ciudad natal (Conchupata, Wayrapata, Alalaypata y Surapata). Cuando el 5 de enero de 2005 ofrecí un recital de poesía y humor en el auditorio de Radio Aclo de Sucre, manifesté mi deseo de radicar definitivamente en la capital boliviana a condición de que me dejaran crear otra “pata” urbana. Dado que traigo una tremenda cirugía en el corazón propuse que me dejaran vivir en “Cardiopata” (así, sin acento). Fue en ese evento que también hablé de los chuquisaurios… Pero, aquí no saldré en defensa de mi ancestro sino de la llama, ese hermoso ser andino que se pasea con el donaire de una “miss Bolivia” por las pasarelas del altiplano, a más de tres mil metros sobre el nivel de la idiotez racista. La llama y su marido, el llamo, tienen una dignidad que debiéramos copiar para darnos a valer como seres humanos. Cuando, en el albor de los tiempos, esos auquénidos lograron su licenciatura de animales de carga impusieron sus condiciones de trabajo ante los privatizadores de entonces, los quechuas y aimaras. Pliego petitorio a saber: 1) Nada de cinchos, bridas, caronas ni azotes, como al caballo. 2) Nada de nombrecitos insultantes como al burro. 3) Nada de sobrecargas tramposas, como a la mula. 4) Nada de obligarles a comer cochinadas, como al chancho. A cambio de ese buen trato, los auquénidos juraron romperse el alma trabajando como auxiliares del hombre andino, además de ofrecer en donación periódica su lana para que este teja sus ropas y su taquia como combustible. Autorizaron el uso de su cuero post morten para zapatos, su carne como alimento sin colesterol y hasta sus pezuñas para los chullu-chullus de percusión de los grupos musicales. ¡Cuánto renunciamiento a cambio del simple respeto a su libertad y sus derechos llamanos! Sus primas, la alpaca y la vicuña, no se alinearon con el sistema e hicieron respetar su autonomía zoológica. Hicieron bien. Se colige que los indígenas cumplieron por los siglos de los siglos el pacto firmado con las llamas, porque no se envenenaron con el virus del capitalismo salvaje. Saben los indios que ninguna llama soporta cargas de más de 35 kilos. Si le ponen 36, el animalito se niega a moverse, se declara en huelga de patas caídas, se sienta sobre sus cuatro y ahí se queda hasta que caiga la dictadura o le rebajen la carga. Y si quieren forzarla al trabajo, la llama se defiende con lo único que sabe: un escupitajo en toda la cara del abusivo. Bella estampa, caray, que le da un aire de dignidad al Ande. La llama señorial paseándose en las alturas, besada por el sol, atravesando nubes, siempre con el cuello alzado, mirando el horizonte y avanzando con paso pausado. Precisamente, y como un sopapo a los denostadores de la llamita, nuestro vate Goyo Reynolds, sucrense de cepa, la aclamó en un soneto inolvidable que así empieza: “inalterable por la tierra avara/ del altiplano, luce la mesura/ de su indolente paso y su apostura/ la sobria compañera del aimara…” Tendría que haberse escrito una fábula de cuando los caballos europeos y las llamas bolivianas se vieron por primera vez, tras la llegada de los españoles al territorio del Abya Yala. Algo que diga, por ejemplo, que las llamas pretendieron politizar a los équidos para que se organicen en sindicatos o tomen las armas en protesta por la manera brutal en que eran tratados por sus montantes. Enterados los españoles de la labor subversiva de los auquénidos apresaron a dos ejemplares y los acusaron de ser terroristas llama-tivos al servicio de Cuba. - ¡Identifíquense! -, chilló el conquistador. Tardó el latapecho en salir de su turulatez y exclamó: “¡Qué pretenden!”. Los originarios respondieron a dúo: “Una llama-rada continental”, aludiendo a la rebelión antimperialista. “¡Ajá! ¿Así que quieren que esto arda?”, chilló el irascible gachupín separatista. “¡Pues, que arda!”. Y ordenó prender fuego a las praderas de pajabrava andina. Y el pasto de las llamas fue pasto de las llamas. He aquí, pues, que ahora, según los racistas, “el que no salta es llama”. Refieren las crónicas que los desquiciados de Sucre prendieron fuego a las oficinas de la Policía, la casa del Prefecto y las instalaciones de Tránsito. Y que luego saquearon oficinas de la administración pública y asaltaron algunos negocios. Fue por eso seguramente que el llamo le dijo a su compañera. “Tranquila tú. Mira que somos bien diferentes a esa raza”. La llamita frunció el ceño, extrañada. Y el macho le musitó: - Allí, el que no asalta es llama. |