Sangre Indígena es derramada por el colonialismo q’ara Represión y guerra son dos palabras que se han vuelto cotidianas y domésticas en la relación que el Estado boliviano está imponiendo a las poblaciones indígenas del país, especialmente a aquellas que siguiendo la visión andina de transversalidad territorial establecen sus chacras y katus en ecología yunga. Igual trato corre para los campesinos indígenas del Oriente y Chaco donde la reforma agraria de 1952 ni siquiera se asomó y donde hasta ahora los guaraníes-chiriguanos y otros pueblos viven reducidos a esclavitud de latifundistas incrustados en los distintos poderes del Estado. Los Yungas del Chapare, cuya producción de coca ha sido penalizada por el Estado, se ha convertido en un verdadero campo de batalla entre tropas del ejército y la policia y campesinos indígenas que se aferran al cultivo tradicional del arbusto siendo este uno de los pocos productos comerciables y que brindan ingresos a las decenas de miles de familias comunarias asentadas allí. A pesar de regir formalmente el estado de derecho en la república de Bolivia, la violencia y las balas constituyen la única manifestación del Estado por resolver un problema (el narcotráfico), que la misma casta criollo-mestiza se encargo de introducir, siendo larga la lista de narcotraficantes de apellidos aristocráticos, incluso con relaciones de parentesco en primer grado con algunos ex presidentes. La represión a campesinos que cultivan la hoja de coca, sagrada para todos los andinos, es discriminatoria y racista! El Estado incluso los mismos medios, los retratan cual se tratara de un gavilla de delincuentes. Sin embargo los escasos peces gordos q’aras son tratados como héroes (algo así como Robin Hood) y nunca ellos recibieron el trato que hoy militares y policias están dispensando a humildes comunarios, mujeres y niños. La actitud y la conducta estatal, especiamente de quienes operan los organos gubernamentales es colonial, la vida y la dignidad de los indios no vale, ni siquiera existe. Los indios, campesinos y urbanos (que ahora somos más) somos originarios de esta patria, la colonización nos despojó de nuestro dominio como nación y de nuestras propiedades familiares y, junto con ella nuestra libertad se trocó en servidumbre y esclavitud. Hasta cuando podra durar esta situación, cuál la seguridad física y jurídica que sirven de resguardo a los privilegios de una minoría que usurpando acapara tierras y territorio? Hasta donde llega la incomprensión de esa gente en continuar empecinándose en creer que los indios les seguirán sirviendo, trabajando con salarios de hambre, y teniendo la conciencia de que estas tierras son suyas? Bajo este marco el conflicto por la tierra muestra su brutalidad colonialista. Los latifundistas, aparte de contar con bandas paramilitares, gozan de la protección estatal, de sus aparatos de represión con cuyo respaldo buscan sentar propiedad en tierras comunales indigenas, siendo que estas se encuentran poseídas por sus legítimos propietarios. Esta innegable situación colonial se ha traducido en el asesinato genocida de 10 campesinos indígenas agrupados en la organizacion Movimiento Sin Tierra en el paraje de Parantí, jurisdicción de Yacuiba. Los autores de este crimen fueron latifundistas y asesinos a sueldo que dejaron además a 20 heridos entre mujeres y niños. La defensora del pueblo Ana María Campero declaró “todos los campesinos fueron muertos con un tiro en el corazón”, quiere decir, fueron cazados por veteranos como si fueran enemigos o simplemente animales, a quienes hay que despejar del latifundio. Esta violencia colonial no puede quedar impune así como la masacre de Amayapampa y Capacirca que fue encubierto por un indio que presidía el Congreso de la República, es obligación moral denunciarlo y pedir el castigo de los criminales. Las personas, instituciones y organizaciones indígenas tenemos el deber ineludible de poner fin al colonialismo, para que nunca más haya víctimas de nuestro pueblo, para que nunca más el llanto de sus viudas desgarren el corazón del Qullasuyu. |