El cambio social es inconcebible e inviable sin democracia y sin derechos humanos
La tortura, entendida como coerción física o psicológica ejercida sobre las personas, tiene una larga data. Algunas civilizaciones prehispánicas la utilizaron mezclada o confundida con rituales religiosos.
Durante la conquista ibérica y en el amplio espacio de la Colonia era una práctica corriente, aplicada sobre los pueblos sometidos. Testimonios históricos irrefutables así lo confirman, y en el caso del cronista indo-mestizo Waman Poma de Ayala además se ilustran con dibujos impactantes.
En más de 250 años la “Santa Inquisición” hizo uso sistemático de la tortura para arrancar confesiones y aplicar castigos a los “herejes” y “brujas”, miles terminaron en la hoguera.
En los alzamientos indígenas de fines del siglo XVIII y en la guerra de la independencia la tortura tuvo también un uso generalizado, frecuentemente en ambos bandos de la contienda, pero es difícil imaginar un suplicio mayor que el descuartizamiento de los líderes indígenas Túpac Amaru en el Cusco y Túpac Katari en Peñas.
El despedazado cuerpo de Katari (Julián Apaza) fue repartido: su cabeza en el cerro de Killi-Killi, colina visible desde el centro paceño; su brazo derecho en Achacachi, el izquierdo en Sicasica; su pierna derecha en Caquiaviri y la izquierda en Chulumani… “para público escarmiento”.
En la mayoría de países de Nuestra América, la instauración de regímenes republicanos no significó la eliminación de la tortura, aunque es verdad que en ese largo recorrido de construcción democrática, con avances y retrocesos, se fueron creando muy lentamente las condiciones para erradicarla.
Luego de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, la humanidad dio un gigantesco paso en esta materia con la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948. Para el derecho internacional la tortura, así como otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, pasaron a considerarse no solamente actos aborrecibles, sino delitos punibles. No obstante, eso tampoco significó la desaparición de diversas formas de tortura.
En las frecuentes guerras coloniales modernas en que se embarcan las potencias capitalistas se hizo y se sigue haciendo una utilización abundante de la tortura. Piénsese, por vía de ejemplo, en Argelia, Vietnam e Irak.
En sus patológicas campañas anticomunistas prohijaron crueles dictaduras militares que practicaron el terrorismo de Estado, abundante en el uso de la tortura y de nuevas perversas formas de represión como la desaparición forzada.
Ahí están para el ejemplo el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla, el Brasil y el Uruguay de los “gorilas”, y la Bolivia de los Banzer, García Meza, Arce Gómez y otros militares de la misma entraña.
La tortura era parte del clima reinante, mezcla de ideología de la “seguridad nacional”, resabios de influencia nazi-fascista y la acción desbocada de militares sin escrúpulos en busca de fortuna.
La tortura fue generalizada y convertida en materia de instrucción de la oficialidad castrense en academias de Estados Unidos. Y la saga continúa.
A nombre de la lucha contra lo que genéricamente llaman “terrorismo”, volvieron a prácticas de tortura en cárceles clandestinas o en los cuarteles de Guantánamo, territorio cubano ilegalmente retenido por la potencia del norte.
En la resistencia a esas dictaduras muchos entendimos que el cambio social es inconcebible e inviable sin Democracia y sin Derechos Humanos. Olvidados nos lo recuerda.